Leía hoy en Twitter a un nacionalista catalán quejándose de quien vivía en Cataluña sin emociones. La absurdez de la idea, es, por supuesto, manifiesta: el que es imposible vivir en un sitio sin emociones, si eres humano, el que cuando él se refiere a emociones se refiere a tus sentimientos por un trapo de colores, no por la ciudad donde habitas, y que, aún así, nada tienen que ver esas emociones (incluso las que sientas por el trapo) con la organización política de tu ciudad (yo me emociono mucho en las Olimpiadas, pero eso no influye en nada en mi sueño de ver al estado estañol disolverse en una federación europea o mundial).
Pero pensaba sobre todo a que eso, a vivir sin emociones es a lo yo aspiro ahora, que regreso a Londres. Amé enloquecidamente esa ciudad desde que la pisé por primera vez cuando este siglo comenzaba (nunca olvidaré ese momento, el verano del 2001, saliendo por primera vez del metro en Camden Town), y luego, cuando al fin logré vivir en ella, quince años después, llegué a odiarla, a sentirme miserable por haber elegido ese lugar, a detestar sus calles, sus atascos, el vacío estilo de vida de ganar y gastar y ganar y gastar.
Y ahora la vida me da lo que no puede ser sino una segunda oportunidad, para reconciliarme con Londres, pero, sobre todo, para aprender a vivir sin emociones, o, al menos, sin excesos, a disfrutar de nuestros paseos, de sus restaurantes, ir al teatro, ser un pijo mantenido de zona alta inadaptado social que no se integra. Simplemente vivir.