De todos las tragedias políticas de los últimos dos años, creo que la que más me ha costado entender y aceptar fue la abstención de Mélenchon en la segunda ronda de las presidenciales francesas, hace ahora casi un año. Se trataba de elegir entre un candidado liberal y una fascista. Cualquier persona de bien, da igual su orientación, debía tener claro a quién votar allí. Yo me he preguntado a veces a quién habría votado en primera ronda (mi candidato natural habría sido Hamon, socialista apoyado por los ecologistas, pero no sé si no habría votado a Macron para evitar tener que elegir en segunda ronda entre una fascista y un ultraconservador. De lo que no tengo duda es que habría votado a Macron en esa segunda ronda. No habia allí nada que pensar, era una obligación moral. El cómo Mélenchon y quienes votaron por su propuesta no lo consideraban así todavía me persigue, un año después. De la misma forma que me persigue la obsesión de muchos izquierdistas por primero Chávez y luego Maduro, por la cuba castrista, o, en los casos más enfermizos, Putin o al-Ásad.
A mis cuarenta y uno, no he hecho todavía ese viaje a la derecha que muchos han hecho a estas edades. Me gusta pensar que a estas alturas ya no lo haré, pero quien sabe. Lo que sí he hecho es cambiar de opinión sobre muchas cosas. Y saber que, si antes pensaba de una forma y ahora pienso de otra, es que antes estaba equivocado, lo estoy ahora (o, posiblemente, lo estuviera en ambos casos). Y saber que ese estar equivocado es algo profundamente humano, y que debe ser un derecho. Y ese saber que puedes cambiar de opinión, debe llevar implícito rechazar todo dogmatismo, a todo mesías salvapatrias que prometa asaltar los cielos, porque mañana tú puedes estar al otro lado, y, simplemente, porque hoy lo están otros. La democracia, la libertad, ese derecho a pensar mañana diferente de lo que piensas hoy, es más importante que cualquier ideología. Y no te va a dar el cielo. A lo sumo, hará tu vida y la de tus conciudadanos mejor. El cielo, si existe, debes ganártelo tú como ser humano.
Y si hay un enemigo de la libertad, ese es el fascismo. Por eso aún me persigue ese acto de Mélenchon. ¿En qué cabeza cabe que quien dice defender la izquierda no se opusiera al fascismo? En la de, claro, otro totalitario. Alguien tan seguro de estar en posesión de la Verdad que cualquier otra posición le parece el Mal absoluto.
El otro gran enemigo de la izquierda, desde sus orígenes, ha sido el estado nación, las fronteras que nos encierran. El socialismo nació con una vocación internacional, de unir a los parias de la Tierra. En algún momento, sin embargo, también hemos perdido eso. Gran parte de la izquierda, en su obsesión contra el capital, quiere levantar más fronteras, volver a su pequeña nación, pensando que allí estarán seguros (o, más bien, que allí podrán manejar a su antojo sin interferencias, asaltar ese cielo pueblerino y diminuto). La izquierda debe abrazar la globalización, debe reclamarla como algo suyo, y reclamar que no sólo el capital tenga libre movimiento, sino cualquier ser humano, que las fronteras desaparezcan para bien, y que el resultado no sea el neo-feudalismo al que poco a poco nos movemos, sino un mundo más libre y más justo.
El mundo al que Corbin o Sanders quieren volver, la socialdemocracia de las naciones aisladas de los años 60’s ya no existe, ni va a volver a existir. Ni debe volver a existir: en ese mundo las diferencias entre el primer y el tercer mundo eran terribles, mucho más grandes que ahora. No debemos hacer un mundo mejor para una minoría europea blanca, debemos hacerlo para toda la Humanidad. Y para eso las naciones han de morir.
Nunca la humanidad ha tenido tan a mano ese viejo sueño de derribar las fronteras y naciones, de ser un único pueblo, de poder decidir juntos nuestro destino. La izquierda debe abrazar esta posibilidad, debe darle el golpe de gracia al estado nación, y crear un mundo mejor. Y, en cualquier caso, mi voto será para quien me lo ofrezca. Si la banca Rotschild me ofrece este mundo unido y el socialismo me ofrece fronteras, me quedaré con lo primero.
En estos días este parece ser el nuevo campo de batalla político. No ya izquierda frente a derecha (porque la derecha parece haber vencido, porque la izquierda no quiere luchar más, ni generar nuevas ideas, sino retirarse a un pasado inalcanzable), sino la lucha entre una sociedad abierta o una cerrada. Defender el viejo orden, el estado nación que nos trajo las dos guerras mundiales, o la globalización, acabar de una vez con las viejas cadenas y crear un mundo mejor. Ahora mismo, quienes lideran ambos bandos (y mi lugar está, sin ninguna duda, en el segundo) defienden una sociedad terriblemente injusta, bien desde el punto de vista social (el odio a inmigrantes, a todo el que sea diferente) o económico (ese neo feudalismo del 1%, de los millonarios de internet, donde la clase media no tiene ya lugar más que malviviendo y viendo series online). Necesitamos una izquierda que recupere toda la iniciativa perdida y defienda este hogar global, que pierda los complejos, que vuelva a soñar con un mundo nuevo, mejor y más justo.