Llevo años leyendo de los votantes de Trump, Farage, Le Pen y demás líderes del nuevo fascismo como víctimas. Víctimas de Wall Street, de la globalización, de las élites liberales… De lo que sea.
No niego que cualquier ser humano merece nuestra compasión, y un esfuerzo por intentar entenderles. Pero muy a menudo se cruza una peligrosa línea, la que separa la compasión de la justificación.
No se vota al fascismo porque el sistema te falle. Ni tampoco por ignorancia. Se vota al fascismo por maldad. Se le vota porque, si tu presidente es así, abiertamente racista, machista (y cualquier otro defecto que queramos pensar. Es un monstruo, y ni siquiera se molesta en ocultarlo), te da a ti licencia para sacar lo peor de ti mismo.
No podemos decir: No te preocupes, no eres racista, todo está bien, tenías tus razones para votar así, el sistema te ha maltratado. No es así. Desde el momento en que votas a alguien como Trump, sí eres un racista, y no tienes excusa ni justificación posible. Y si no quieres serlo, debes cambiarte a ti mismo y dejar de actuar como tal. Pero para eso tienes que admitir lo que eres. Y quizás necesites que alguien te lo diga.
Tampoco es moralmente válido el intentar aprovechar este voto para llevarlo a tu terreno, como ha hecho parte de la izquierda. Pretender que la gente vota a un candidato fascista porque no le gusta la derecha es una terrible frivolidad. Pretender, como muchos pretenden, que Trump y Clinton eran iguales, es monstruoso. Cuando te importa más el izquierdismo que la democracia, te conviertes en un cómplice del fascismo.
La victoria de Trump es una victoria de todo lo que es perverso en la naturaleza humana. No resiste una lectura política de ningún tipo, solamente una ética. Es la victoria de la gente que ha elegido el odio como forma de vida. De ahí que mi estupor sea más terrible que en cualquier otra de las muchas derrotas que he vivido. Contra la política se puede luchar. Contra la parte más oscura de la naturaleza humana, ¿cómo hacerlo?